¿Por qué hago lo que hago?



Dice un viejo refrán que si quieres aprender algo, lo enseñes, y como dice mi pequeño Raúl, con mucho criterio, el refranero está lleno de sabiduría. Sin embargo, parece que los seres humanos tardamos mucho en comprender cosas muy sencillas.

En estos días escorpianos, llenos de intensidad, en los que los planteamientos sobre lo que hacemos con nuestras vidas están muy presentes, me he preguntado por qué razón me dedico a transmitir, con la palabra escrita o la palabra hablada, todo aquello que siento. En realidad, no creo que tenga una profesión, sino que mi trabajo consiste, simplemente, en transmitir un mensaje que vive con intensidad en mi corazón. Sin embargo, llegar a esta conclusión me ha llevado pasar por muchos otros estados. En el primero de ellos yo quería “ayudar” a la gente. Poco a poco me he ido dando cuenta de que aquel impulso no era más que mi intención de querer que las personas estuviesen “bien” según mi criterio, es decir, ego. Sin embargo, fue el principio de dejar de mirar exclusivamente mi propio ombligo. Así va uno caminando y descubriendo que lo que ve en aquellos que se acercan, es aquello que debe trabajar en sí mismo, y comprueba también que, trabajando en uno mismo esas circunstancias, grandes cosas suceden alrededor. De modo que, como si se tratase de un sutil soplido, como un dulce canto de jilguero, comenzó a abrirse, tras la niebla, la visión del mundo en uno mismo.

Es después de comprender algo tan sencillo, tan visible es que no quería verlo, cuando ha comenzado a transformarse mi “profesión” en algo que no tiene nombre, porque simplemente es como un río vital que me empuja de una persona hacia otra, aprendiendo de cada una de una forma tan singular como exquisita.

Así voy comprendiendo, día a día, que esta forma de vida me está mostrando la cantidad de miedos que habitan en mí, antes ocultos tras el propio convencimiento de que no debían estar allí. Van saliendo ellos, muy ufanos, y una va mirando el desfile con total asombro, descubriendo lo que ayer ni siquiera imaginaba que pasaba en su interior. Tras los miedos salen un ejército de juicios, todos ellos soldados muy apuestos, que le dicen a una lo pequeña que es, la comparan y, con aquella comparación, “la van matando lentamente” (J.Krishanamurti en “Cartas a una joven amiga”). Y es observar esta maraña de enemigos interiores lo que, de algún modo, hace posible que pueda comenzar a librarme de ellos, pues al enemigo desconocido e invisible sería imposible vencer. Como si se tratase de una paradoja extraordinaria, uno mira, y ellos se esfuman. ¿Cómo mirarlos a todos? ¿Qué hacemos con aquellos que no vemos, con los que desconocemos? ¿Qué hacemos con aquellos miedos que, desde la oscuridad, nos aprietan sin ser vistos? Para todas estas fascinantes preguntas no tengo respuesta, pues creo que no hay más respuesta que la propia práctica de cada uno y, sobre todo, creo que la propia pregunta ya encierra, en sí misma, un gran ayudante. Cuando este tipo de preguntas empiezan a surgir dentro de un individuo, la pregunta, de alguna forma, abre la observación, limpia, atiende... trabaja.

Siempre he creído, y hoy en día aún más, que las preguntas son más importantes que las respuestas, pues si uno no se plantea desde las raíces, desde lo más profundo de sí: ¿qué hago con mi vida?, ¿quién me dirige?, ¿a qué siento miedo?... ya puede ir a buscar tesoros al Himalaya, o el Santo Grial a Tierra Santa, que no encontrará más que la misma duda escrita en forma de vida por todas partes, y sentiremos un inmenso dolor hasta que nos decidamos a VER.


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